Pero a veces con el tiempo las nubes chocan unas con otras haciéndose oscuras y vengativas, y aparece la tormenta que atraviesa el cielo con sus rayos. Y eso, es lo que ocurrió; un vendaval de celos que rompió todas las nubes con sabor a tierra mojada. Pronto llegaría también la lluvia empapando los recuerdos, traspasando su ropa, dejándola sola y fría; arrinconada por sus emociones que, le hacían sentirse desnuda y vulnerable. Así rodeaba su cuerpo con los brazos para sofocar la tiritona de la soledad; ese vestido grande por el cual se escapaba el calor y la vida.
Entre sus pertenencias apareció aquel paraguas, que en un principio no supo quién lo olvidó o quién lo dejó en casa y, lo abrió para esparcir los colores en el campo, para resguardarse de todo y sentirse protegida. Conservó el paraguas desde aquella vez que se cobijó de los celos.
Ese sentimiento tan humano y tan atroz que, fue apoderándose de Martín convirtiéndolo en un coleccionista posesivo, obsesionado en aferrarse a sus íntimos deseos o capturar los sueños más privados y encerrarlos bajo una cortina de silencio. Al principio, ella pensó que se trataba de un juego, tal vez, un poco absurdo, pero después de aquella conversación que mantuvo con él en el pasillo del instituto, descubrió que su terquedad iba más allá de un simple divertimento.
- ¿Cómo has podido sonreírle así a Marco? Le has brindado esa sonrisa que me ofreces tú cuando voy a verte a casa de tus padres, o cuando quedamos para ir al cine, o cuando hacemos el amor… Le has regalado esa sonrisa brillante tan mía, tan de nadie más. Debiste ofrecerle esa otra que utilizas conmigo cuando no te crees del todo lo que te cuento, o esa otra expresión algo cínica, que me desarma cuando te burlas de mí. Pero no. Le has ofrecido, la mejor de tus sonrisas, a ese mequetrefe.
- Debes estar bromeando, Martín. Dime por favor que, es una broma, porque si no lo es, es lo más estúpido que acabo de escuchar en mucho tiempo. No me digas qué tienes un catálogo de todo lo que hago…- estaba tan enfadada que elevó su tono de voz para preguntar- ¿también has catalogado mis enfados? ¿El tono de mis gritos? Porque si eres capaz de leer la expresión de mi cara, está de aquí, podrás distinguir sin esfuerzo si estoy cabreada o muy cabreada.
-Estás… muy enfadada.- musitó el joven.
-Muy bien. Ahora mírame y dime, si este gesto también te pertenece.
-No.
-¿No? – Alma contrajo tanto su cara que bien podía haberla dibujado con la expresión de aquel momento, pero se contuvo de coger un lápiz y plasmar ese ademán tan agrio.
-Yo sólo guardo tus sonrisas, las dibujo, las tengo todas aquí, mira – le dijo de una forma casi infantil mientras sacaba una libreta con los dibujos hechos a lápiz, y debajo de cada trazado había anotado una descripción del momento y el lugar donde surgió la expresión. Alma, le miró entre sorprendida y alarmada por ese descubrimiento que no pudo describir con facilidad.
Ella misma sintió una punzada en el estómago cuando descubrió otros cuadernos de dibujo en la habitación de Martín unos días después; dibujos de ojos y miradas, de labios y sonrisas, de manos y gestos, dibujos que no eran suyos, dibujos que pertenecían a otras mujeres que conocía, algunas eran amigas suyas. Miró todos los cuadernos, para ver toda la colección de aquellas pequeñas cosas que pueden pasar desapercibidas, pero que pertenecen a la idiosincrasia personal de aquellas mujeres dibujadas. En ese instante, se le mezclaron las emociones como un coctel de nubes blancas y negras; sentía admiración por el artista que pudo captar la belleza de unos ojos o de una sonrisa, por otra parte, pensó en la obsesión de él con sus propios gestos y el sentimiento que le puso a sus palabras sobre la pertenencia de sus expresiones. No supo que pensar, sólo percibió que algo se había movido en su interior y quería salir, salir de la habitación y de la casa, porque viendo los bocetos comprendió a Martín y conoció los celos, o eso pensó, porque los reconoció como sentimientos extraños y nuevos en ella. No era la única en su vida, ahora lo sabía, lo acababa de descubrir. Ante la evidencia y el descubrimiento se le ocurrió abrir el paraguas, el primero que tuvo a mano, de tonos rojizos, que en principio desconocía de quién era, lo desplegó y se quedó dentro imaginando que, los celos se quedaban fuera, que los celos era una lluvia que calaba hasta los huesos y necesitaba resguardarse de esos pesares, de todos aquellos dibujos que no eran de ella y dejarlos fuera. Mientras llovía debajo de sus ojos, apareció Martín de vuelta de su partido de futbol, y la vio, allí sentada, en el suelo junto a sus cuadernos de dibujo bajo el paraguas abierto.
-No debiste fisgonear entre mis cosas. –dijo el joven que entró en la habitación con la ropa deportiva sudada, el pelo húmedo y revuelto.
Ella permaneció impasible, quieta, con la mirada perdida, hasta que giró la cabeza y cruzó su mirada con la de él.
-¿Todo esto también te pertenece? -Le preguntó, limpiándose las lágrimas con la mano que le quedaba libre y después señaló los cuadernos.
-Son míos, así que me pertenecen.- sentenció Martín.
Alma quedó callada, se incorporó aún con el paraguas abierto, lo cerró, lo puso cerca de los cuadernos, se levantó la falda de forma mecánica, se bajó las bragas y se las tiró.
-Esto también te pertenece, así que quédatelas como recuerdo.
- ¿Pero qué haces?- preguntó a la vez que apartaba la prenda de su rostro. Y recordó a esa niña imprevisible que utilizaba todos los recursos que tuviese en su mano para defenderse o para sorprender.
- Nada, Martín. No quiero nada tuyo. Desde hoy, desde este momento, entre tú y yo estará este paraguas.
Él no dijo nada, hizo ademán de arrebatárselo pero se contuvo quedándose quieto y mirando al suelo.
La joven se agachó a recoger el paraguas y se adueñó de uno de los cuadernos de dibujo, le miró desafiante y le dijo:
-Éste es mío, y, lo que hay dentro también.-le dijo apuntándole con el paraguas cerrado.
Martín la vio marcharse de su habitación, todavía sujetaba con una mano la prenda íntima que luego arrojó con violencia en cualquier parte, se sentó sobre la cama y comenzó a abrir todos los cuadernos uno a uno hasta encontrar las manos que sujetaban ese paraguas que acababa de marcharse con Alma, las miró y con la punta de sus dedos acarició los trazados perfectos de dos manos en el papel.