¿Quién no se acuerda de aquel famoso capítulo de Verano Azul en el cual Bea era mujer? Pues cuando se programaba esta serie yo llevaba poco tiempo siendo una ‘mujer’. Para mí hubo un antes y un después. Antes de que mi biología llamara a la puerta mi vida era prácticamente casi igual que la de mis hermanos, digo casi, porque mi padre siempre me recordaba que era una chica por todas las muñecas que me traía cuando yo pedía libros de cuentos. O mis abuelas queriéndome enseñar a ser una ‘mujer hacendosa’ en la costura, bordado, ganchillo, etc. Con mis hermanos era una igual, no era la típica niña que lloriqueaba por tonterías, al contrario si había alguien que pegaba a algunos de mis hermanos yo me remangaba para pegarles también. Compartí todos los juegos de chicos, por tanto me llevaba muy bien con ellos. Si un día me enfadaba con alguno ya fuera mi hermano o un amigo, al rato venían para seguir con otro juego sin rencores. En cambio los enfados con las chicas duraban días y no entendía muy bien por qué se enfadaban, bueno, tampoco me importaba mucho.
Un día, un chico mayor les dijo a mis hermanos que iba a cazar pájaros y yo les acompañé. Los cazaban formando una trampa con redes en forma de triángulo y con una cuerda que llegaba hasta ellos cuando el pajarillo se posaba a comer el trocito de pan tiraban del hilo y el pájaro caía en la red. Luego los vendía en jaulas.
Otros días iba de pesca con mi padre y mis hermanos, algunos días me llevaron de cacería, donde se cazaba principalmente conejos. Mi hermano cazó uno y no pude resistir el sufrimiento del animal hasta morir. Nunca me gustó la cacería, aunque aprendí a disparar una escopeta de dos cañones y tirábamos al blanco en latas de cervezas y coca-cola. La fuerza del primer disparo me sentó de lleno sobre mis posaderas y sentí un resquemor en el hombro. También aprendí a fabricar cartuchos de perdigones para la escopeta; dosificábamos la pólvora, elegíamos el tamaño de las postas, poníamos los pistones, etc. Luego aprendí a tirar con escopetas de perdigones y comprábamos dianas de cartón y tirábamos al blanco en el campo. En las ferias me lo pasaba muy bien tirando a los palillos para conseguir algún regalo.
Algunas tardes nos íbamos al puerto y les ayudábamos a los marineros a descargar sus barcos de boquerones y a cambio nos regalaban media caja que vendíamos entre los vecinos para sacarnos algún dinerillo o simplemente lo regalábamos, y siempre, dejábamos algo de pescado también para la familia.
Una tarde mi padre apareció con una bicicleta y dijo que era para todos, incluida yo. El caso es que cuando aprendía a manejarla, de un día para otro me convertí en una mujer y mi padre dijo que era mejor para mí que no aprendiera, nunca llegué a entenderlo. Pero desde aquella prohibición vinieron otras muchas, que limitaron mi campo de acción. Mi padre se ocupó de enseñarme cual era el papel de una mujer en la sociedad y se quedó tan reducido mi espacio que comencé a protestar, algo impropio de una mujer, porque según decía, la mujer debe obedecer al hombre, ya sea este padre, hermano o marido. Al fin, mi padre era un hombre y sabía mucho de los hombres y de la sociedad en la que vivía, por tanto, debía enseñarme todo aquello que una mujer no podía y no debía hacer. A partir de ese momento comenzó mi construcción de mujer a sus ojos, algo que no le salía del todo bien porque yo me resistía y trató de corregir como se corregían por entonces aquellas cosas.