Es preciosa esa foto —dijo Sara. Su abuela no respondió y
comenzó a amontonar las fotografías con cierta prisa para volver a guardarlas
en lo que fue una caja de bombones tan vieja como las imágenes en papel
descoloridas por el tiempo, de un color gris que se empeñaba en tornarse
pálido, igual a los recuerdos cuando permanecen estáticos. Sara había visto la
foto otras veces, escondida entre imágenes familiares, pero su abuela nunca
quiso hablar de ella, siempre daba vagas explicaciones y recogía las imágenes
con el mismo nerviosismo. Esta vez la pequeña se precipitó sobre la estampa y
la atrapó con una mano, echando a correr con ella por el pasillo camino de su
habitación al tiempo que oía a su abuela detrás vociferando improperios. La
madre de Sara, al oír el alboroto, salió de la cocina para poner orden entre
ambas.
—Mamá, yo
quiero esa foto. —Suplicó la niña delante de su abuela.
La madre
respiró profundamente, miró de soslayo a la abuela y le dedicó una fría mirada
a la hija.
—¿Por qué
quieres esa imagen?
—Porque…
¿Por qué ella nunca me habla de esa foto?
La abuela
las observó y con un gesto de indiferencia se marchó. La madre intuyó cual era
la fotografía de la discordia y se acercó a su hija.
—¿Por qué
esa y no otra, hija mía?
—Porque es
perfecta.
—Menos mal
que todavía existe la ingenuidad infantil. —Murmuró.— Esa foto —continuó en voz
alta— que te parece tan especial no es más que una puesta en escena. La cara de
felicidad de la abuela era auténtica. Aquel día fue verdaderamente excepcional
para ella. Mi padre le prometió un hermoso día y cumplió su palabra, y ella
quiso inmortalizar el momento. Al día siguiente, él, nos abandonó por otra
mujer.
Nota: Este relato se hizo en nuestro taller Café de Palabras. Se comenzaba con el pie forzado de la primera frase y ha sido corregido por mi amigo Pedro. Aquí está el resultado.