Dibujo de Pamela Dominguez Faryna
Aquel
verano, Mario debía pasarlo en casa de su abuela, en una
casita de campo a muchos kilómetros de
su hogar, en una aldea de montaña , rodeada
de arboles; lo recordaba de otras visitas, porque su pasatiempo favorito
era perderse por el bosque imaginándose que era un pirata en busca de un tesoro escondido. Cada vez que visitaba el lugar, escondía un
objeto valioso, elaboraba un plano y
cuando volvía después del tiempo,
se colocaba el parche en su ojo izquierdo, desplegaba el mapa y jugaba a
encontrar el cofre.
Esa tarde
se introdujo en la espesura y después de andar el camino trazado hacia su meta, encontró a una niña , quizá un poco más pequeña que él, sentada a los pies de un árbol que le
dijo ser una sirena que se había perdido. Mario le
sonrió, e insuflando aire y sacando pecho le comentó que él era un pirata.
Así conoció a Rebeca. Con los días, él acabaría
convirtiéndose en un duende y
ella en una ninfa. Ambos recorrían
montañas, campos y bosques, y jugaron
hasta agotar el verano .
El día de
la despedida Rebeca fue a encontrarse
con el duende del bosque, le contó que
volvía a ser una sirena de regreso a su
inmenso mar. Mario le confesó que ese
año seguiría siendo un pirata
desenterrando tesoros, pero que antes
de marcharse, los dos debían construir
un puente. ¡Sí! - gritó emocionada la niña - de agua y hojas. De
cielo y brisa - dijo él. Y quedaron alzando el puente entre sonrisas de rana, canto
de peces, remolinos de silencio, miradas de luz, espuma, tierra, caracoles y ramas, olas y
lluvia, junto a otros elementos que
adherían las palabras. Antes de despedirse, juntaron las manos y
cada uno se llevo un extremo de ese puente.