La mañana se presentó como si quisiera ponerse a llorar. La niña de camino al colegio se detuvo a escuchar la música de piano, se sentó en el quicio de la puerta con cristales y cortinas de encaje y puso su cartera al lado de los pies. Sin medida del tiempo miró el cielo y disfrutó de aquel concierto improvisado que llegaba desde la ventana de aquella casa. Ella, como el resto de los vecinos, pensaba que la vivienda estaba abandonada y se sorprendió. En su deleite asomó una señora totalmente redonda con un moño gris sobre su cabeza y un amplio delantal muy blanco que al abrir la puerta le tocó un hombro y le ordenó con una voz grave que se marchara. La niña de ocho años recogió la cartera y prosiguió hacia el colegio con la música todavía sonando en su cabeza. Era la primera vez que había escuchado una música tan bella, la primera vez que se sintió parte de un paisaje; el cielo encapotado, la casa vieja, los jardines al otro lado de la carretera, los escasos coches que pasaban, ella sentada en aquel escalón, la brisa del mar que llegaba fría hasta su cara y sobre todo la música hilvanando un día de invierno.
Pasó el tiempo y aquella casa seguía cerrada, deteriorada. Cada día que pasaba por allí recordaba la música y se sentaba unos minutos en el mismo lugar. Desde ese día soñaba con entrar en la casa y tocar el piano, necesitaba palparlo, acariciarlo, se conformaba sólo con mirarlo, con saber dónde estaba, en qué habitación. Creía que el piano guardaba el alma de la música.
Convenció a su hermano e ir una tarde y trepar un muro que había en la parte de atrás para acceder a un patio y abrir una puerta trasera que permitía entrar en la casa .El hermano se quedó fuera vigilando y la niña con mucho sigilo se introdujo en ella, andaba con pasitos pequeños y mirando en derredor. En la primera planta había muebles empaquetados pero no encontró el piano, vio una escalera de madera cubierta de polvo y subió por ella a la planta de arriba. El olor a humedad impregnaba todo el silencio de la vivienda. Al lado de la ventana el sol intentaba colarse a través de los agujeros de una agrietada celosía y posarse sobre el piano negro cubierto de polvo. Sobre las teclas había unas partituras. La niña se acercó para cumplir su sueño y cuando fue a poner la mano sobre el piano oyó a su hermano gritar que saliese de allí rápido. Entre el susto y la emoción cogió una partitura, la escondió debajo de su jersey y corrió por la escalera abajo hasta salir de la casa. Y de nuevo vio a la mujer del moño gris que portaba un cubo de agua. Se detuvo un instante para explicarle pero la cara de pocos amigos de la mujer la hizo correr más aprisa. Fue al escalar la pared por la que accedió al patio que sintió el agua helada caer sobre sus piernas. Al otro lado le esperaba su hermano empapado y muerto de frío.
Pasaron muchos años y la niña dejó de ser niña, y la casa dejó de ser una casa para ser una ruina de ladrillos amontonados. Al pasar por allí se detuvo como siempre, pero esta vez con la tristeza de ver la casa derrumbada, entre el escombro vio partituras semienterradas, y algunas hojas de periódico amarillento cubiertas de polvo, las sacudió como pudo y se puso a leerlas. En una de aquellas páginas descubrió la foto de una joven junto al piano; aquel piano que guardaba en su interior el alma de la música. Una vez que hubo leído aquellas páginas, las dobló y las guardó en el bolso para juntarlas con la partitura que escondía en su mesita de noche. De camino a casa, recordó el día que descubrió la música sentada en aquel escalón ahora cubierto de ladrillos rotos, aquel día que fue parte de un paisaje y parte de una despedida, ahora lo comprendió todo, y una nota de música rodó por la mejilla llegando hasta sus labios.