Foto: E. Fernández
Cuando los grises repartían
ostias por la calle para alimentar el silencio que rugía en los estómagos, mis
abuelos compartían una casa con otras familias y elaboraban el menú a base de
racionamiento y cartillas en blanco y negro.
La gente se mantenía con una sopa de piedra y se calentaban alrededor de las historias que servían de entremeses como guarnición
sin colorantes de la vida.
Vivir era cogerse de las manos vacías para compartir los sueños. Ahora que todo es pálido y los colores se desgatan
con tijeras, mis manos son la única
herencia que me permiten recordar que estamos juntos.