Jaén, 3 de agosto de 2017
No resulta fácil escribirme a mi
misma una carta, entre otras cuestiones está el hecho de que es la primera vez
que lo hago. No es que no tuviera nada que decirme, me tengo tan cerca que no ha sido necesario,
pienso. Después de tantos años hubiera necesitado kilómetros y kilómetros de
renglones plasmados en folios por ambas
caras. Quizá por eso no me he escrito nunca. Las conversaciones conmigo misma
han sido fluidas y privadas, algo que facilita la intimidad que da el silencio
y los secretos siempre están a buen recaudo.
Tal vez un diario hubiera sido
una buena herramienta de dialogo interno, sobre todo en aquellos momento en los
que no tenía ganas de mirarme, cuanto menos hablarme, por lo que dejar constancia de esas charlas me hubiera puesto
en el objetivo de mis propias criticas y tendría también un buen material de
mis diálogos. Pero he preferido el olvido a los recuerdos desgastados como la ropa que se ha lavado mil veces.
Escribirme hoy, significa hacer
un alto en el camino, reflexionar sobre todas las décadas que tiene mi vida y, como cuando éramos
pequeños pintar con un lápiz una
marquita en la pared para ver cuánto habíamos
crecido. Esta carta sería ese trazo en la
pared donde dibujo con letras la
evolución de mi misma a través de los años.
Pero, si solo fuera dejar una
marca, no tendría sentido, para mí debería
ser algo más; el crecimiento propio es complejo y no sé si podría
abordarlo en una carta o necesitaría escribirme con más frecuencia hasta
conseguir mi propósito de verme en las diferentes etapas de este camino.
En realidad serían las palabras
escritas las que desvelarían mi propia evolución, serían ellas las que con
independencia dejarían testimonio de su
paso por el tiempo, que sería el mío.
Esto me obligaría a buscar
distancia, a regresar una y otra vez a lo
escrito y, después leerme entre líneas
para volver a escribirme de nuevo.
Sea como fuere, esta carta
continuará otro día.