¿A quién le importaba en qué árbol se convirtió Dafne para liberarse de ese dios engreído y acosador? Siguió caminando cabizbajo. Todavía revoloteaban las hojas en su cara. El acto de su jefe, fue lo que menos le dolió, su orgullo es el que quedó herido mucho antes, cuando recordó como intentó seducir a su vecina del tercero el día anterior en el portal del edificio. Lo había intentado millones de veces, mientras subían juntos en el ascensor, cuando coincidían en el súper, cuando se cruzaban en la panadería, cuando ella caminaba hacia el Paraninfo con su flauta, todas las veces sin éxito. Entonces ella, ese día con la paciencia que da la seguridad, le contó la historia del dios del sol y su pasión por la ninfa.
-¿Quieres convertirme en el árbol de laurel? –le preguntó dando por terminada la historia.
Norberto se quedó sin palabras. Dejó marchar a la vecina y subió a casa avergonzado. No obstante, se puso a pensar en el asunto e intentó plasmar la historia que le había contado la vecina cambiando el final; la bella Dafne se convertiría en una caña de bambú. El amor que siente el dios Apolo por la ninfa le llevaría a cortarla y esculpirla en una flauta, así la tendría cerca y la sentiría como un eterno beso creando y componiendo la música más hermosa. Una vez redactada la historia, introdujo una copia a su vecina en el buzón. Supuso ahora, que su vecina le haría lo mismo que había hecho su jefe.
Y notó la zozobra de la mañana, la inquietud que no consiguió ahogar en la ducha.
Las calles le sucedían, una tras otra pegadas a sus pies. Andaba absorto, recogido en un nudo, sin mirar nada, ni a nadie. Fue la sed la que consiguió romper esa especie de hechizo y la que le obligó a paliar la segunda necesidad, descansar. Después de beber, rodeó la fuente y se sentó en el borde, sacó su cuaderno y miró al frente para perder la mirada. Se detuvo en los ojos negros de la chica, que sentada en la terraza de un bar disfrutaba de una cerveza, sostenía entre sus manos el último ejemplar de “Gaceta de sueños”.Aspiró aire, soltándolo despacio. Le vino el recuerdo de ese ejemplar en concreto y comenzó a tirar de él; la idea provenía de una historia familiar. Norberto era pequeño, (no podía precisar la edad) y paseaba feliz con su abuela por una avenida.
Llamó su atención el que se cruzara un hombre negro elegantemente vestido que portaba un maletín.
“La abuela se detuvo a sonreírle, le invitó que se sentara, en uno de los bancos de la avenida, después le contó: que una vez el creador hubo hecho a los humanos, los puso en fila y se dispuso a repartirlos. Un grupo de hombres y mujeres, los primeros en el reparto del mundo, cayeron en un barrizal. El barro estaba hecho de materia divina y cuanto más luchaban por salir, más oscuro se volvía el lodo y más oscuros se volvían ellos. Advertido de la pérdida del grupo, el creador liberó a los individuos y transformó aquella tierra en un continente y pasarían a ser los primeros pobladores de África.”
El hilo de su recuerdo había llegado al final, y casi al mismo tiempo la chica cerró la gaceta y se marchó.
El hambre le pellizcó en el estómago. El alboroto de los niños a la salida del colegio le impidió concentrarse. Cerró el cuaderno y de caminó a casa, pensó que con su lápiz se peleaba con el mundo, su lápiz podía ser la varita mágica con el poder de transformar las cosas. Y “Gaceta de sueños” le permitiría abrir su maletín de herramientas y apretar algunos tornillos. ¡Qué utopía!
Pensó que las leyendas debían de venderse o regalarse, o como él hacía, inventarlas para que de alguna manera les pertenecieran. Con el tiempo se aprende a querer los lugares en los que se habitan.
Norberto acabó de introducir el texto en el ordenador suspirando con alivio. Mañana lo entregaría a Daniel y le contaría su nueva idea.
Tenía la necesidad de salir, de abrir una cremallera y sacarse a sí mismo al exterior. Y no lo pensó dos veces. La tarde respiraba con suavidad mezclándose con los tonos anaranjados del crepúsculo. Siempre después de terminar algún cuento parecía liberado. Ahora no quería pensar en nada, deseaba disfrutar de su paseo, observar a la gente, perder el tiempo en mirar lo que hacían los niños, gastar una horas en la más simple de las contemplaciones. Sin llegar a sentarse cayó desplomado como la ropa cae al suelo.
El ruido de la ambulancia, acompañado de la luz parpadeante le hizo volver en sí. Una enfermera le colocó una mascarilla de oxigeno. Le acomodaron en una camilla y le introdujeron en la ambulancia. De nuevo, el estruendo sonido abría paso entre el asfalto hacia el hospital.
Al despertar, notó como la cama se había fusionado a su espalda, advirtió los cables, los electrodos y las maquinas que le controlaban el ritmo cardiaco, y se sintió una marioneta que no podía controlar su vida. En la otra camilla de aquella sala había un desconocido que dormía profundamente; roncaba y le asomaban los pies por debajo de las sabanas. Al cabo de un rato perdió la mirada en el techo tras descubrir un pequeño agujero, y pensó que tal vez llevaba bastante tiempo mirando en esa dirección. Se miró las manos como si viese a dos viejas conocidas; una de ellas la posó, no sin dificultad, salvando los cables, sobre el lado izquierdo donde estaba su corazón, ese péndulo que dirigía su cuerpo.
De pequeño le contaron, que en los hospitales habitaban duendes del silencio. Que los duendes se colgaban en las paredes y sin hacer ruido se metían debajo de la piel y hacían que el enfermo sintiera escalofríos y una soledad que punzaba en el costado. Sí. Sin duda los duendes estaban allí. No se atrevió a abrir los ojos porque notó como si una pelota botara dentro de su cabeza y le golpeara en su cerebro. Ésta era la primera vez que entraba en un hospital como paciente y la primera vez, que percibió a los duendes trepar por todo su cuerpo. De pronto, sintió un golpe seco en la frente que le hizo abrir los ojos de par en par e imaginó la pelota saliendo de su cabeza golpeando el suelo, escapando hacia el pasillo.
La noche se asomaba a la ventana, una noche ciega que se colgaba como un cuadro en la habitación. Respiró aliviado creyendo que había espantado a los duendes. Sabía que aquella creencia era pura superchería, pero le gustaba moldear la soledad de un frío hospital, además, él era un cuentista.
Las maquinas comenzaron a agitarse en sus respectivas pantallas. El enfermo ruborizado ante la desnudez de su corazón, intentó cubrir su pecho con la sabana ante la presencia de ella. La joven, ya había advertido que los latidos de aquel corazón querían salir a saludarla, y alagada, se sentó al borde de la cama.
_-Me gustó el final de tu cuento- dijo casi en un susurro.
Norberto buscó la mano de ella, y la estrecho entre la suya. Notó cuan fría estaba, pero para ella, fue reconfortante sentir aquel calor.
-Aunque te advierto, que en este caso la entendida en música soy yo.
Y comenzaron a reír como si fuera el comienzo de una obra musical.
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5 comentarios:
Este relato lo publiqué el año pasado y fue uno de los que también borré, lo he buscado y lo vuelvo a editar porque creo que debe estar también aquí.
Pues sí, has hecho muy bien.
Siempre habrá un momento feliz al que encadenar los siguientes.
Besitos
Entiendo que creas que deba estar, lo confirmo¡¡¡
Es una entrada preciosa llena de sueños :)
Te deseo lo mejor Encarni, no sólo este año sino SIEMPRE....
Un abrazo desde el corazón :)
Es fantástico... no lo he terminado aún, pero me gusta tanto tu modo de escribir que ya tenía ganas de dejarlo aquí... continuo.
Qué bien un final feliz! Norberto conoció por a aquella chica que estaba en la terraza a través de sus cuentos. Me gustó especialmente, la historia de su abuela donde le explica cómo aparecieron los primeros pobladores de La Tierra.
Es precioso, los duendes del silencio del hospital eran muy fríos pero sentir la pelota en el interior de la mente es aún más desagradable, sobre todo porque no deseas sentirte enfermo pero realmente te encuentras mal.
Bueno, está claro que me gustan tus palabras.
Un abrazo amiga, estás muy guapa con el cambio de looc.
Feliz año nuevo y que en este 2011 se cumplan bastantes o al menos, algunos de tus deseos y sueños.
Un abrazo muy fuerte, Encarni.
Bellísimo relato, muy bien escrito, como siempre.
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